ORIGEN
Nacidos de la brumosa nada, en el principio de los tiempos surgieron dos grandes naciones: la luz y la oscuridad. Antagónicas y deseosas del control del universo, dieron comienzo a una confrontación sin fin aparente. Por ello, la guerra eterna fue nombrada.
Unidas por el hilo inevitable que conforma la propia realidad, sus desavenencias comenzaron a poner en jaque la consonancia natural de toda existencia. Las disputas se acrecentaron ante el transcurrir de las eras hasta que la luz, hastiada y cansada, propuso un alto en la contienda por el bien común. La oscuridad se negó y recelosa de su brillo, comenzó a ganarle terreno.
Sometidos a un yugo asfixiante, los grandes dioses de la luz decidieron crear un último bastión de vida que se abriera entre las inmensas tinieblas de la oscuridad; un lugar seguro al que legar su último aliento. De esa escisión, desafiando a la sombría imperante, nació el mundo de luz: un espacio repleto de agua y hermosas tierras como ningún otro. Impenetrable para los dioses oscuros, que se sumieron en una vorágine de anhelo descontrolado, la luz se erigió más allá del dominio establecido, creando un gran mapa con el que mostrarse al todo. Con holgura y gozo, las estrellas brillaron por primera vez y el equilibrio renació en una frágil tregua.
Deseosos del poder y el dominio absoluto que tan cerca habían tenido, los tenebrosos enloquecieron y juraron no descansar hasta tomar el control de todas las creaciones lumínicas. Debilitados, afrontando el fin de sus días de gloria, la nación oscura emuló a la luz y creó su propio hogar. Apartado, más allá de todo brillo, se establecieron en dónde el vacío se pertrechaba tan profundo que nadie podía discutir la tiranía de su nación.
Los tiempos de zozobra llegaron, seguidos de cerca por una calma tensa y expectante. Ocultas en las tinieblas, las mareas oscuras se preparaban mientras los lumínicos, a la espera de un ataque inminente tras su ingenioso movimiento, disfrutaban de un progreso inaudito. Fue en ese breve período de entreguerras que emergió un pueblo, una tercera nación nacida del singular compendio unificado de la luz y la oscuridad. Ellos, los Descendientes del Tiempo, apodados como eternos, habían aunado, en la conjunción de sus poderes, algo mucho mayor a lo jamás visto. De reivindicativa naturaleza pacífica, sus grandes sabios, hartos de las disputas de los oscuros y los lumínicos, abandonaron todo lo conocido exiliándose ante la evidencia de una relación tan necesaria como imposible. La rocosa insistencia bélica de los tenebrosos y el desdén de los iluminados por entablar cualquier conversación con ellos creó un nuevo apéndice subyacente a ambos. Apartados en su elemento, los inmortales padres de la visión observaron el crecer de una guerra absoluta en un futuro inevitable. Su lucha por el equilibrio terminó incluso antes de dar comienzo.
Un conato de disputa hirvió de nuevo en el sino de las dos naciones primigenias. Un pequeño movimiento desataría el fin de los días, más una familia de eternos se opuso a ello. Ante lo apremiante de la situación y entendiendo el sacrificio que ello conllevaba, ellos cogieron el testigo de aquello ineludible. Así, enmudeciendo a luz y oscuridad con el tesón de su dominio del tiempo y el espacio, crearon una disyuntiva infranqueable: una barrera que separó a ambos mundos, quedando ellos como únicos custodios de sus fronteras. Con la disgregación al fin completa, el equilibrio volvió para traer consigo una paz próspera y satisfactoria que, por supuesto, gustó a unos más que a otros.
Los siglos precedieron a las edades y estas a los milenios. Las eras de la infamia eran ya solo un recuerdo de un tormentoso pasado que quedó agazapado en la memoria de aquellos que dieron vida a una nueva especie. De la luz y los elementos de la creación había nacido la humanidad: un legado de los antiguos dioses que emergía dispuesta a contemplar la magnificencia de sus padres en el firmamento. Pero algo ocurrió en su crecimiento, pues a ello le precedió una mirada asustada ante la visión de un legado manchado. La desdibujada y ya casi exigua nación de la luz perecía, así como lejos, enmudecida en las sombras de la profundidad del cosmos, los oscuros corrían su misma suerte.
La vida se abrió paso hacia el progreso, y como ya ocurriera con anterioridad en los eternos, aludiendo a la condición de sus antecesores, la escisión de pertenencia entre los propios humanos se tornó en una realidad inalienable en aquellos seres de curiosa dualidad. En ellos existía una luz intensa y, aun con todo, a esta le acompañaba una peligrosa e innegable oscuridad del todo desconocida: un equilibrio propiciado por la propia naturaleza en forma de burla cruel para aquellos que en la luz había y seguían morando. De este modo nacieron las primeras tribus, todas ellas bajo el inconfundible estandarte que les distinguía del resto. Fue así como el dominio de las artes elementales sirvió de excusa irrefutable para fragmentar en razas a la gloriosa creación de los dioses primigenios.
Agonizantes, los pasos de la luz enmudecían en una disputa que seguía siendo eterna. El culto a los dioses comenzó a languidecer ante la crueldad de una oscuridad que seguía clamando por su puesto en el excelso planeta de la luz. Los tenebrosos, a través de las pocas sombras que conseguían atravesar el velo, amenazaban a la ufana creación que era el hombre. La humanidad, ajena a una lucha de poderes superiores, se encontraba en una encrucijada sin parangón, pues jamás se habían enfrentado a un enemigo tan aterrador. Las primeras guerras contra las sombras del mundo oscuro dieron comienzo junto a las virtudes.
La vetusta nación de la luz, presta a una paz que protegiera a sus vástagos, quiso defender lo construido. En su gran sabiduría, los últimos grandes lumínicos entendieron que entablar batalla con los tenebrosos supondría la destrucción total de su creación; un riesgo que para nada estaban dispuestos a correr. Una falaz e ilusoria tregua se fraguó entre los dioses de ambas naciones. Así como sucedió con los Descendientes del Tiempo, del dualismo en los corazones de los primeros humanos nació el pacto de equidad entre luz y oscuridad para preservar el equilibrio entre ellas: el día y la noche. Así, de este modo, las sombras podrían habitar las tierras de la luz siempre que se respectase dicho tratado.
Este acto portó un extraña equidad en aquellas tribus primigenias, quienes aceptaron la oscuridad con un singular regocijo que sorprendió a propios y extraños. Los días se repartieron con más equidad entre lumbre y tinieblas, creando una paz irreconocible hasta el momento. El equilibrio de ambas naciones oscilaba entre ciclos estables de luz y oscuridad albergada en una perfecta armonía. Los últimos lumínicos entendieron al fin que, en efecto, su creación iba mucho más allá de lo que jamás hubiesen imaginado. Perdiéndose en las edades, el conocimiento de aquellas arcaicas naciones terminó cayendo en el más absoluto olvido.
La concordia y el sosiego se instauraron en las comunidades humanas. Aquellas antiguas tribus primerizas crecieron unidas, delimitando sus propios territorios mientras fortalecían sus distintivas culturas. La virtud elemental otorgada por sus ancestros y la unión con el planeta elevó a los maestros, aquellos que perfeccionaron el dominio natural de su ascendencia. Eruditos entre los suyos, ellos se encargaban de mantener el orden en las largas noches en las que, de vez en cuando y acechándoles cuál presa ante cazador hambriento, las bestias sombrías aparecían en sus fronteras. Muerte, sangre, fuego y destrucción se sucedieron durante convulsos años repletos de violencia. La supervivencia obligó a cerrar muros y pertrecharse por primera vez en la historia.
Ocultas en las tinieblas, las sombras que conseguían adentrarse por nimios resquicios del velo de los eternos, hartas del poder de aquellos maestros elementales, las bestias y de las pocas horas que la oscuridad que todavía les brindaba el tratado, terminaron por perder el interés en ese mundo y lo abandonaron. El equilibrio se mantuvo, pero el enemigo de aquellos vástagos de la luz era ahora otro. Fue en honroso culto a sus ya desaparecidos antepasados y creadores que, de las maestrías surgidas de los elementos nacieron los primeros Guardianes de la Luz: un grupo de virtuosos representantes de cada casta capaces de hacer frente a las infames bestias. Manteniendo el legado de los dioses dispusieron sus destinos a la protección de la luz sin distinción de piel, virtud o cultura. Al fin y tras siglos de terror, la armonía retornó ante la tan ansiada desaparición de esas terribles criaturas de muerte.
Desvanecido el oscurantismo de un mal ancestral y observando su peligro cada vez más lejano, difuso e inexistente, toda realidad se tornó en leyenda y la leyenda en mito. Desprovistos de amenazas, pertrechados tras los muros que tanto les habían protegido, los hijos de la luz se dividieron para tomar distintos caminos y tierras que habitar. Según sus propios elementos nacieron los primeros reinos. A decir: el Reino del Rayo, el Reino del Hielo, el Reino de la Planta, el Reino de la Llama y el Reino del Metal.
Alejada del mundo de la luz, la nación de la oscuridad quedó relegada a un ocultismo voluntario del que nadie nada más supo. El tiempo, inmisericorde con los suyos, también lanzó al olvido a los eternos. Envuelto en secreto mutismo y destronado por la gran guerra de los reinos, el apodado Reino del Éter pasó a ser parte de un imaginario popular. En dicha contienda, instigada por la Llama y el Metal, los reinos humanos sucumbieron ante una feroz y cruenta batalla para determinar cuál de ellos era merecedor de dominar sobre los demás. De nada sirvieron las voces de la razón y el sosiego, pues a través del azote del vasto inmarcesible, la oscuridad se alzó en la infamia de unos dirigentes sedientos de gloria y poder. Los hombres sucumbieron a la codicia y como suele ocurrir en toda guerra, la victoria fue eclipsada ante el sinfín de muerte y destrucción.
Si bien es cierto que las historias crean significado, nadie recordó en ese entonces los mitos y la fuerza de la oscuridad tantas veces narrada. Así, la ruina azotó con fuerza a los habitantes de una tierra que había perdido su tan prolífico equilibrio. La devastación desoló a los reinos que se encerraron y vetaron cualquier comunicación con los demás. El resquemor y el miedo pudieron a toda lógica y entendimiento, cercenando la tan labrada fraternidad de antaño. El Reino de la Llama cerró sus tierras al mundo. Hermético, nada pudo ya saberse de ellos. A él le siguieron el Reino del Metal y el del Rayo. Ninguna faz distinta a las propias de su cultura sería vista en largo tiempo en tales reinos. Los nacidos de raza mixta, apodados mestizos o impuros, fueron considerados en estas sociedades de la más baja de las alcurnias. Lejos y ajenos a todo ello, el Hielo se abandonó por voluntad propia a la soledad de la distancia marcada por los gélidos océanos y, sucumbiendo a la soledad, la Planta recordó, estoica, calmada e imperturbable, el dictamen de sus antiguos y sabios precursores. De este modo, tras largo tiempo marcados por el extenuante sacrificio, los Guardianes de la Luz perecieron sin gloria, siendo considerados parte de una verdad antigua e innecesaria. La mirada de los oscuros retornó entonces de nuevo hacia ese nuevo mundo.
Con el transcurrir de los siglos y ante el devenir de extraños sucesos de índole arcaica, el Metal fue volviéndose más laxo. Las conversaciones con el Reino de la Planta dieron sus frutos y así, tras varios siglos de encierro, los límites demarcados se abrieron a la llegada de los comerciantes. Con las virtudes ya menguadas, desaparecidas hasta caer en la mera leyenda y el lejano mito de un pasado tildado de fantasioso, sin protección ni tratados de dioses ya extintos, algunas sombras de la más baja alcurnia consiguieron burlar las barreras de los eternos y volvieron a adentrarse en el mundo de la luz. Alejados de lo que ocurriera con los antiguos Guardianes, en silencio se estableció la base de los cazadores de sombras: una subrepticia fuerza especial encubierta de hombres y mujeres, de nula virtud elemental y gran aptitud para la batalla, preparados para hacer frente a los seres ancestrales que osasen adentrarse en nuestro mundo.
Relegada al ostracismo de la memoria de unos pocos, la guerra eterna cayó más allá de una narrativa de cariz amnésico. Los reinos de los hombres volvían a enfrentarse en secreto a una realidad tan vetusta y olvidada, como oculta a sus propios ojos. Obligado por la marcada incógnita de unas fronteras cerradas, tan solo la Planta y el Metal parecieron percatarse de las leves intrusiones que se sucedían con vaga frecuencia. Entre lóbregos secretos y una humanidad que vendaba sus ojos a la realidad, la vida volvió a un rumbo natural ilusorio. A pesar de ello, ya nada era como antaño: ya nadie se preguntaba el porqué del nombre de los reinos y la virtud elemental que los hizo grandes cayó en el más profundo ostracismo. La sangre antigua menguó casi al completo y con su caída, aquello que a través de los escritos, las fábulas y las narrativas ahora es conocido de forma despectiva e incluso burlona como magia y fantasía, todo pereció sin más.
Y es, en este preciso instante en el tiempo, que da comienzo esta historia.