En el principio de los tiempos existían dos grandes naciones. Dos naciones gemelas, antagonistas según narran las lenguas antiguas. Dos naciones de difícil hermandad: la nación de la luz y la nación de la oscuridad.
Contrapuestas a pesar de su unión inevitable, sus desavenencias se acrecentaron ante el transcurrir de las eras. De este modo, la oscuridad al fin comenzó a ganarle terreno a una cansada y hastiada luz. La guerra de los mil años la llamaron. Así, ante la desesperación que les asolaba, los grandes maestros de la luz decidieron crear un último bastión de vida entre las tinieblas; un lugar apartado en el que vivir y dominar sus vidas al completo. De esta escisión y entre la penumbra nació la tierra, nuestra tierra.
La separación entre la luz y la oscuridad se hizo al fin palpable. El lugar, bello y apacible, enalteció y enorgulleció a aquellos grandes seres de luz. Por su parte, los oscuros, deseosos del poder y el dominio total, enloquecieron ante tal afrenta y juraron tomar el control de esa creación lumínica. Los años pasaron, la celosa nación de la oscuridad emuló a la luz y creó su propio bastión. Este, apartado más allá de las estrellas. Las mareas oscuras se preparaban, escondidas en su nuevo hogar mientras la nación de la luz disfrutaba de un tenso equilibrio a la espera de un ataque inminente a su planeta.
En ese breve período de tiempo, el ingenio mostrado por la nación de la luz no fue visto de igual modo por todos en su bando, pues un pueblo nacido de la singular unión de ambas naciones se alzó en protesta. Ellos, los apodados Descendientes del Tiempo, habían aunado, en la conjunción de sus poderes, algo mucho mayor a lo jamás visto. Hartos de las guerras y de naturaleza pacífica, abandonaron todo lo conocido y se rindieron a la evidencia de una relación imposible ante la rocosa insistencia bélica de los oscuros. Ante lo apremiante de la situación, crearon una barrera que separó a ambos mundos, quedando ellos como custodios de sus fronteras. Con la separación, el equilibrio volvió para traer consigo una paz próspera y satisfactoria.
Los siglos precedieron a las edades y estas a los milenios. Las eras de la infamia eran ya solo un recuerdo de un tormentoso pasado que quedó agazapado en la memoria de aquellos que dieron vida a una nueva especie. De la luz y los elementos de la creación había nacido la humanidad. Una humanidad que asustó y provocó una desmedida curiosidad en una desdibujada y ya casi exigua nación de la luz.
Al poco tiempo, la escisión de pertenencia entre los humanos se tornó en una realidad inalienable en aquellos seres de curiosa dualidad. En ellos existía una luz intensa y, aun con todo, a esta le acompañaba una peligrosa e innegable oscuridad. Las primeras tribus nacieron bajo los estandartes de aquellos que dominaban sus diferentes artes elementales. Sin más, las edades transcurrieron en el mundo y todo terminó cayendo en el más absoluto olvido.
Poco a poco y con paso firme, los oscuros, siempre recelosos de la obra de los lumínicos, fueron aproximándose y retornando, clamando por su puesto en el excelso reinado de luz para, a través de sus sombras, dominar sobre la creación realizada. La humanidad se encontraba en una encrucijada sin parangón, pues jamás se habían enfrentado a un enemigo tal eran las sombras.
La tensión fue en aumento y la guerra se veía próxima de nuevo. La antigua nación de la luz, presta a una paz para los suyos, quiso defender lo construido. En su gran sabiduría, los últimos grandes sabios lumínicos entendieron que entablar batalla con la oscuridad supondría la destrucción total de su creación. De este modo nació el pacto de equidad entre naciones para preservar el equilibrio entre ambas: el día y la noche.
Este acto portó un extraño equilibrio en aquellos primeros humanos, quienes aceptaron la oscuridad con un singular regocijo que sorprendió a propios y extraños. Los días se repartieron entre lumbre y tinieblas, mostrando una equidad sin parangón en toda la historia conocida. Mujeres y hombres albergaban en su interior una parte de ambas naciones, así como el propio planeta oscilaba entre ciclos de luz y oscuridad. La entrelazada unión entre ambos hizo entender a los grandes sabios de que su creación iba mucho más allá de lo que jamás hubiesen imaginado.
El tiempo siguió su curso, volviendo a una era de paz y sosiego que se instauró en las comunidades que se habían formado en la tierra. Aquellas arcaicas tribus primerizas crecieron hasta delimitar sus propios territorios. La virtud elemental hizo a los maestros y estos mantenían el orden en las largas noches en las que, de vez en cuando, ciertos monstruos cruzaban sus fronteras. Las sombras, hartas de las pocas horas que la oscuridad les brindaba el tratado, terminaron por perder el interés en ese mundo y lo abandonaron. El equilibrio era perfecto y, en honor a sus ya desaparecidos antepasados y creadores, de las maestrías surgidas de los elementos nacieron los primeros Guardianes de la Luz. Estos, elegidos por su excelsa virtud en cada una de sus castas, dispusieron sus destinos, cuáles sabios antiguos, a proteger el legado de la luz.
Ante una oscuridad desvanecida y un peligro cada vez más lejano, la realidad se tornó en leyenda y la leyenda en mito. Los descendientes de la antaño nación de la luz, se dividieron y pertrecharon según sus propios elementos, dudosos y temerosos de sus vecinos, hasta crear los reinos que hoy conocemos. A decir: el reino del rayo, el reino del hielo, el reino de la planta, el reino de la llama y el reino del metal.
Por su parte, la nación de la oscuridad quedó relegada a un ocultismo voluntario del que nadie nada más supo. Pero no fue el único al que el tiempo lanzó al olvido. Envuelto en secreto mutismo, el pequeño clan de los Descendientes del Tiempo, apodado por las lenguas antiguas como el pueblo o reino del éter; aquellos que mantenían la primera frontera entre mundos, desaparecieron incluso del imaginario popular tras la primera gran guerra de los reinos.
En dicha contienda, los reinos, instigados por la llama y el metal, sucumbieron ante una feroz y cruenta batalla para determinar cuál de ellos era merecedor de dominar sobre los demás. Pero como suele ocurrir en la guerra, no hay victoria posible ante tanta muerte y destrucción.
De nada sirvieron las voces de la razón y el sosiego, pues a través del azote del vasto inmarcesible tiempo, la oscuridad se había alzado en aquellos dirigentes sedientos de gloria y poder. Nadie recordó entonces los mitos y la fuerza de la oscuridad, ya anidada en el corazón humano, a la cual sucumbieron en el nombre de la codicia y el poder. Así, la ruina azotó con fuerza a los habitantes de una tierra que había perdido su tan prolífico equilibrio. La devastación desoló a los reinos que se encerraron y vetaron cualquier comunicación con los demás. El resquemor y el miedo pudieron a la lógica y a la fraternidad de antaño. La mirada de los oscuros retornó entonces hacia la Tierra.
Así fue como, hace cientos de años, tras las devastadoras grandes guerras, el reino de la llama cerró sus fronteras al mundo. A él le siguieron el reino del metal y el del rayo. Ninguna faz distinta a las propias sería vista en largo tiempo en tales reinos. Los nacidos de raza mixta, apodados mestizos o impuros, fueron considerados, en estas sociedades humanas, de la más baja de las alcurnias.
Lejos y ajenos a todo ello, el hielo sucumbió por voluntad propia a la soledad de la distancia, y la planta recordó, estoica e imperturbable, el dictamen de sus antiguos y sabios precursores.
Con el transcurrir de los años, el metal fue volviéndose más laxo, permitiendo, tras varios siglos de encierro, la entrada de algunos comerciantes y estableciendo la base de los cazadores de sombras: una subrepticia fuerza especial encubierta de hombres y mujeres, de nula virtud elemental y gran habilidad en batalla, preparados para hacer frente a las sombras que osasen adentrarse en el mundo de la luz.
Los reinos de los hombres se enfrentaban en secreto a una realidad arcaica, olvidada y oculta a sus propios ojos. Tan solo el reino de la planta y el del metal se percataron de las leves intrusiones que se sucedían con vaga frecuencia. Los antiguos Guardianes de la Luz habían perecido al igual que las virtudes languidecían, extraviándose y desapareciendo hasta caer en la mera leyenda y el lejano mito de un pasado fantasioso.
Poco a poco, la vida volvió a un ficticio rumbo natural, aunque ya nada era como antaño. Ya nadie se preguntaba el porqué del nombre de los reinos y la virtud que los hizo grandes cayó en el ostracismo. La sangre antigua menguó casi al completo y con ello, aquello que a través de las leyendas, fábulas y mitos ahora se conoce, de forma insultante y por los pocos entendidos como magia, todo pereció sin más.