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La creación (Dans's inferno)

EL CASTIGO Y LOS CÍRCULOS DEL CUERVO

—Bueno, en fin, todo se va a la mierda...

Una explosión retumba en la calle hasta llegar a mis oídos. Otro coche más; de nuevo, una reyerta; otros que tratan de salir de este estercolero y solo se revuelcan en el fango. Jodidos pandilleros de poca monta.

El atronador silencio enmudece para dar cabida a un nuevo protagonista, que me hastía con dureza. Son las cinco y media de la mañana. La noche es oscura y fría incluso bajo las sábanas de la cama; esa en la que me aposenté en un último intento desesperado por volver y entender mis raíces. Una idea, una simple imagen recorre mi mente recordando sus palabras: Vivimos y morimos, pero hazlo siempre según tus reglas.

—Ah... —suspiro. Me da miedo que el destino ya haya sido decidido, que todo termine y perezca porque, como todos, he tirado la toalla.

Estoy cansado. ¿Cómo ha cambiado todo tanto? Y no me refiero a mí, eso es evidente. El dolor en el pecho resulta lacerante, me oprime con dureza y sin piedad. Entonces me digo: suelta aire, suspira, cálmate. De mí emana un aliento que rezuma frustración y cansancio. Otra noche de pesadillas, otra vez el insomnio. Todas las muertes vienen y vuelven a mí, recordándome la miseria de mi existencia. Y a pesar de ello, él, su voz, vuelve a mi mente para tratar de sosegarme. Ahora más que nunca no puedo dejar de recordarle.

Mi nombre es Dan y vivo sumido en una ensoñación oscura y constante, una vorágine de desazón que me desgarra entrañas y mente. La visión de esta dolosa existencia sigue revistiéndose de fosca ceniza y visos calcáreos. En verdad, ya no recuerdo otro mirar que este mirar de tono dual que tanto me irrita y, por más que echo la vista a la calle, todo sigue igual. El distrito no ha variado un ápice en sus tonalidades grisáceas, fluctuando entre el blanco y el negro, que mis recuerdos revelan. En todo y todas partes, siempre lo mismo. En estos momentos, ya ni un buen chute me alivia este pesar que con tanta insistencia me acompaña. A veces, incluso el respirar me parece tan costoso como amargo. ¿Mis pies han dejado al fin de tocar el suelo? No lo sé, quizás sí.

Tras el vano esfuerzo de hallar a un esquivo Morfeo, y en eterna contienda entre ansias y taquicardias, el día ha tocado al fin sus campanas de salida. La luz se cuela entre las lastimeras rendijas de mis sucias, destrozadas y roídas persianas, impactando sobre mi pálida piel seca. Cuánto lo odio. Agotado de intentar descansar sin éxito alguno, me levanto y doy la luz. ¿Este soy yo?, me pregunto al contemplar ese reflejo en el entelado espejo. Con la mano, lo limpio, quedando en él un reguero de mugre que, lejos de dilucidar mi rostro con claridad cristalina, todavía me confunde más. Me veo ajado, con unas imperantes bolsas en los ojos que desgarran y destrozan lo que un día fui. No me reconozco, ya no, y no, no me gusta. Él no me reconocería ahora. Un ahogo sacude mi parva inspiración, haciéndome sucumbir ante un toser que tiñe de rojo mis desfallecidas esperanzas. Pero ¿por qué? ¿Cómo coño he llegado a esta mierda? Agh... Mi mente se nubla cada día más.

Las jornadas transcurren en abrumante congoja y repetición, en una oscura equidad inmutable. Como polvo en el ambiente, las motas de algún posible color se diluyen ante mis agazapados ojos repletos de hiel. ¿Por qué no veo más allá si antes llegué a vislumbrar una viveza tan distinta? Hubo más de un punto, pero todo comenzó ese aciago día y lo sé, eso sí lo recuerdo. Mis ojos se dirigen prestos a la cicatriz en mi vientre, pasando por la quemadura en el pecho, para terminar recalando en la honda perforación de la clavícula. No puedo quitármelo de la cabeza y soy consciente de ello; resquebrajado, algo se rompió en mí en aquel terrible instante.

 

—Mierda... —suspiro ante ese cochambroso espejo de mal mirar.

Ante el memorando, la sensación de ese instante vuelve a mí. Me ahogo, no puedo más, debo marcharme. Quizás, tras tantos días, ya nadie me busque. Cruzaré los dedos y que sea lo que tenga que ser. Con mi abrigo a cuestas, decido marcharme de esa casa que para nada ya me representa. Hace mucho que lo evito y, aun así, entiendo que si no lo hago, será peor. Mi mente me traiciona, hace tiempo que descansa enferma. Debo respirar y revivir en el aire fresco. Una simple bocanada, un suspiro contaminado de La Hoz, ese lugar infecto en el que recuerdo dar mis primeros pasos.

Inquieto como pocas veces, salgo a la gélida calle y ahí está, como ya viene siendo habitual, de nuevo esperándome en lo alto cual juez supremo al sol. Lo veo sin tan siquiera mirarlo, pero sé que me observa con aquella mortificante determinación. Su mirada espeluznante me persigue y atormenta. En ella me hundo adentrándome en esos ojos circulares que se repiten en nueve arcos concéntricos, juzgándome como un dios a su títere indeseado.

—Lo sé... —susurro hastiado, hablando conmigo mismo. Ellos pretenden mi alma, esa oscura y difunta que yace enteca y moribunda en mí. Hace días que me di cuenta, pues al igual que uno de aquellos espíritus errantes de los antiguos mitos, de que él vigila mis pasos. Día y noche, sin tregua. ¿Me estaré volviendo loco? Eso pensé al principio y, en verdad, a cada momento que pasa estoy más seguro de ello. Un cuervo, un jodido cuervo que, por algún jodido motivo me sigue a todas partes. Ni lo entiendo ni logro soportarlo, me turba.

Sea como sea y haga lo que haga, allá donde voy me encuentra, cerniéndose su sombra, cada vez más alargada, sobre mí. Su desgarradora presencia me agarrota la garganta hasta dejarme sin aliento. Él lo sabe y supongo que de mí se ríe, soy consciente de ello. ¿Por qué, si no, me seguiría con esa maldita testarudez y ahínco insufribles? Lo odio, lo odio mucho.

Márchate, no lo mires, me digo agachando la cabeza hacia ese suelo seco, repleto de sueños rotos, muertos y moribundos por doquier. En mi pasear transcurro caminos entre esperpénticos edificios tristes, repletos de matices oscuros y ojos avizores que me inquietan. La Hoz, el distrito desnutrido, el de los infrahumanos; el de los pobres desdichados y la más baja calaña. Mi propio miedo me azota desde lo alto, no por lo que pueda venir, sino por mí mismo, por lo vivido en una historia y sino repletos de muerte, vísceras y rostros que ante mí se fueron. Y ante tales recuerdos huyo, corro tanto como puedo de esa umbría que me atrapa ante su mirar acusante y altivo. Es en esta sombra que, al pasar, atisbo un color en mis ajadas manos.

—Mierda —murmuro para que nadie me escuche. Sangre, es sangre. Otra vez.

¿La llevo en la cara?, me pregunto y miro, alertado y extasiado, en el cristal de un escaparate. Así es, mi cara está manchada. La opresión en mi pecho me asfixia y yo me lavo, me limpio como puedo y a toda prisa, asustado ante la atenta mirada de los pocos transeúntes que se apartan de mí.

El sol de brillo blanquecino impacta sobre mí otorgándome una calidez necesaria. Al volver la vista hacia el reflejo del aparador, el gris domina de nuevo todo mi cuerpo.

—¿¡Qué coño!? —alcanzo a decir en un nervioso segundo. ¿Dónde está la sangre? Como siempre, ya no existe color alguno. Entre confusión y nerviosismo, una corriente de paz y sosiego anida en mi interior. ¡Cuán cálido y reconfortante resulta el cándido fulgor solar sobre esta macilenta piel desnutrida! Mi respiración, agotada, vuelve a su pulso equilibrado. Aun con todo, la congoja persiste al igual que el cuervo, aquel que me sigue desde ese jodido día, el primer día, hace ya tanto.

Varado en la orilla de tosco cemento, entre imperante ruido y nubes de contaminación, la mente se me dispersa al ver ese rostro afligido y chupado que no reconozco. Resulta de un imperativo desagrado, por lo que rememoro parte de esa culpa llevándome a ese antebrazo quebrado, mostrándome la destrozada tech que, de un modo casi poético, va a terminar conmigo. Luego, de nuevo mis manos, secas, impolutas. El recuerdo del color y esa faz maltrecha me llevan a rememorar aquellos días de infancia en los que la viveza predominaba a pesar de las vicisitudes que ya me presentaba la vida, tormentos que no entendía y que, con el tiempo germinaron y brotaron en mí hasta apoderarse de todo mi ser hasta crear este monstruo que me mira a través del escaparate. Plantas de oscuridad enraizadas en el lodo de las más tenebrosas y concupiscibles experiencias de una vida derrengada, sumida en el torrentoso tormento de un odio impuesto por decreto ulterior a mis propios deseos.

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