XII
LA RAÍZ OCULTA
“Reyes y reinos sucumben ante luz y oscuridad que máscaras unen”
Dicho popular de las tierras élficas de Adheris
La noche caía como manto helado sobre la fría tierra. Las estrellas, tapadas por el inmenso follaje de las grandes arboledas, brillaban con fuerza y orgullo intentando ser vistas por aquellos que moraban en la espesura. De las aguas turquesas bañadas por la tenue luz de la luna, brotaban mágicos manantiales que regaban los gigantescos árboles en dónde grandes y pequeñas estructuras se mantenían suspendidas: De casas a patios, de plazas a inmensas y lejanas galerías de tiro, en donde practicar con el arco. En la ciudad de Valendir, capital del reino de Udvel'holme, todos y cada uno de los elfos vivían en paz y armonía con su entorno.
Los minutos, horas, días, meses y años transcurrían sin alteración ni sobresaltos. El tiempo, inexorable en su paso y símbolo de lo efímero y perecedero, no era más que un concepto trivial para aquellos inmarcesibles habitantes del gran bosque perenne.
En el vetusto y profundo arbolado, los ahora escasos moradores de la ciudad de los árboles discurrían en quietud el fin de su edad, de su propia era. El que antaño fuera un pueblo orgulloso y poderoso, ahora lloraba sobre las cenizas de su antigua y ya marchita gloria. De los altos elfos de la primera edad, grandes pensadores, guerreros y arqueros todos ellos, ya poco restaba en dichas tierras.
El quehacer propio del pueblo consistía en la incesante búsqueda de la propia satisfacción básica, una melancólica predisposición y apertura al conocimiento, así como el perfeccionamiento de múltiples artes de todo tipo. De todo ello, se desprendía la curiosa y acertada creencia de una vida parsimoniosa y tediosa para los denominados mortales.
El rey, largo tiempo recluido en sus propias y perturbadas vicisitudes, yacía aliquebrado y funesto, encerrado en su propio palacio. Un mal endémico sumía y sentenciaba a un reino sin futuro ni fe. La ciudad, de belleza estoica e incorruptible, albergaba en sí misma el desasosiego y la maldición intrínseca de su retraído soberano. Un deseo oscuro y feroz había anidado en la mente turbada del que antaño fuera un querido y respetado dirigente. De tal oscuridad, el reino sufría las aciagas consecuencias.
De entre la calma del bosque, un ligero murmullo de gentío sobresalía de entre su equilibrio y paz. En la cámara de las edades, reunidos los portavoces de las grandes casas elfas, argüían sobre sus dinastías y el devenir de su comunidad. El debate, de tono sosegado y respetuoso, transcurría sin sobresalto alguno. Al amparo de la luz lunar y a la espera de hallar un conato de simple esperanza en su sino, las casas deliberaban y litigaban con calma sin llegar a acuerdo unilateral.
Dicho foro, repleto de debatientes y últimos habitantes de las tierras firmes, se extendía más allá de las grandes castas del propio Valendir: de Nidnvellir a los rezagados de Heralt-Terr. En la cámara de las edades, todos y cada uno de los portavoces exponían sin tapujos sus inquietudes y aportaban soluciones para las cuestiones comunales y otras discusiones de gran enjundia. Dentro, en la gran mesa, una silla permanecía vacía. La ausencia del rey, el gran guardián de las dinastías, generaba disputas y controversia entre los inquietos asistentes. Las graves cuestiones de estado y raza restaban sin resolver. El caos empezaba a hacerse palpable en un reino que moría paulatinamente y sin freno.
El devenir del pueblo de los elfos de Valendir, así como el de todos ellos en esas tierras, pendía de un delgado hilo. La fe en su mandato, otrora inquebrantable, minaba a pasos agigantados. Las noches, poco halagüeñas, se convirtieron en pesadillas reales con la desaparición silenciosa de cuatro ciudadanos en menos de dos meses. A estos les siguieron una ristra de misteriosa y silenciosa destrucción sin precedentes. De todos y cada uno de ellos, no se pudo encontrar más que miembros cercenados y sangre derramada. Ante tan oscura e insólita amenaza, los habitantes transcurrían sus veladas nocturnas en el gélido desamparo de no saber si volverían a ver el sol. Bajo las grandes copas de los ancianos y colosales milenarios, los elfos, amedrentados, se escondían de la silente mano de la muerte: Las sombras del bosque.
La pesadumbre se instauró en el sino de un reino hastiado y fatigado ante la aparición de tales sedientas y feroces criaturas. En sus largos e intensos debates, los cabezas y portavoces de cada casa vaticinaban un oscuro futuro, a la vez que reclamaban soluciones o sedición. El sosegado hervidero de preguntas y respuestas, daba paso a un compendio más grande de cuestiones sin resolver. El exilio o traslado a otras ciudades, parecía la única vía de escape aceptable. El éxodo hacia las tierras quebradas, hogar natal de su raza, era mera cuestión de tiempo.
Ajeno a todo ello, más allá de la gran maraña de grandes hojas y troncos, donde la gran arboleda nace con sus gigantescas y poderosas raíces, una larga escalera daba paso a un nuevo destino. En el escaso hollado suelo de las afueras de la ciudad colgante, una joven elfa de atípicas orejas puntiagudas y corta edad, corría arco en mano esquivando zarzales y árboles. De ropajes humildes y gran recogida cabellera castaña en reflejos dorados, sus pasos rápidos y precisos saltaban piedras y raíces, acercándola cada vez más rápido a su presa. En su cinto, tambaleándose a cada paso, un par de pequeños roedores colgaban a ambos lados, ensangrentando poco a poco sus piernas. [...]