EL LECTOR (EL LEGADO DE NANNA)
PRELUDIO
Entre devaneos de una esperanza frágil que transita en pasos anhelosos de tiempos pasados y menos infaustos, mi mente retorna a mejores momentos. Con los montes rocosos aguardando todavía a lo lejos, surco excitado y sin descanso la majestuosa belleza los árboles bañados por el sol, despidiéndose una vez más en su armoniosa tonada. Y en el encanto de este magnífico ocaso retorna el recuerdo, y rememoro esa confabulación de sentimientos que albergué al verla por primera vez: una indómita luz en la oscuridad, rebosante de fuerza y de dulce ternura en su interior. Un amor dispuesto ante mí tras un velo imposible, superior e inquebrantable; un deseo primigenio que se hizo cada vez mayor. Ella era el refugio que tanto necesitaba, aun sin ser consciente de ello; un hogar tan distante e indomable como envenenado.
Una sonrisilla me invade el rostro mientras fantaseo. Alelado en mis pensamientos y sin hacerle caso al sendero que en profundo deseo de observarla recorro, me trastabillo y caigo de bruces al suelo.
—¡Agh…! —me lamento y maldigo por tanta torpe za. Quizás todavía no he aprendido las lecciones que ella trató de mostrarme y que la vida, en su sapiencia y conmiseración, se ha empeñado en que así lo haga. Alzo la vista, miro a los cielos, y el vigor vuelve junto a su viva imagen. Y aunque no me ve, sé que también observa.
—Toda una vida negándome, buscando respuestas al tiempo que trataba de hallar a alguien como yo —susurro al gran vacío. Nada es siempre y el continuo no es más que la modificación de la perecedera nada. Al final, tras tan increíbles historias vividas y tanto leído, mucho más allá de lo que en un principio pudiera parecer concebible, tan solo puedo decir que uno no siempre puede negarse y que existe algo más. ¿Cómo llegué a ser consciente de algo así? ¿Cómo me entregué a ese cambio? Ella, tan solo ella—. Tú mereces más, mi amor; tú lo mereces todo —murmuro con la mirada clavada en esas montañas que poco a poco se acercan. —«No te niegues a ti misma ni a tu luz, jamás te niegues a quién eres. Vive»—, pienso, colmado de emoción—. Vive como tú me has hecho vivir: en la verdad imperecedera, en la ver dad del momento. —Y ante mis palabras, la nada.
Antes, mucho antes, todo era diferente. El campo, mi día a día; la familia, mi razón de ser. De ellos aprendí todo lo importante hasta su llegada, y a pesar de todo, poco aprendí. Mi padre siempre solía decirme que tu viese los pies en el suelo, pues él era nuestro sustento. ¡Tantas veces le oí decirme aquello de ¿Por qué pierdes tanto tiempo mirando las estrellas si tanto queda por arar?
Quizás en ese lugar lejano e inalcanzable para el hombre, yo percibía algo distinto a lo que él veía; pero si el tiempo y la paciencia son los más bravíos guerreros, a su vez son viejos conocidos cuyas intenciones desconocemos. Y qué decir tiene, claro está, que escapan a nuestra propia naturaleza. Así mi marcha prosigue en la vuelta a las raíces, aquellas tanto tiempo anheladas, y su melodio sa voz femenil retorna a mí: El camino es largo, tedioso, y la suerte incierta, cambiante. Recórrelo sin miedo ni atisbo de duda; confía en la verdad que tu corazón dicta. Y yo respiro aliviado, deseoso del reencuentro de una vida arrebatada.
Con esas palabras vuelvo al pasado. En él los pastos ahora nacen diferentes a cada nuevo paso que transcurre bajo mis pies. La luz vuelve y todo lo vivido queda por ser descubierto. De briznas a hojas, despiertan húmedas ante el bello rocío que resplandece de un sol que deslumbra y calienta mi ser a cada bocanada de ese fresco aire que respiro. Mi caminar, ya más alegre y obcecado por volver a la tierra a la que pertenezco, me brinda infinidad de parajes y momentos que desaparecen al ser secundados por las estrellas; aquellas que siempre me han acompañado. —Ya voy, mi querida, ya vuelvo a ti —murmuro esperanzado.
I. EL HIJO DE LA LUNA Y LA ERUDITA
¿Alguna vez te has preguntado por qué las cosas no pueden ser más fáciles? Pues yo sí.
Curtido ahora en mil viajes y millares de andares, esta historia comienza a finales del decimoséptimo paso de la época de cosecha. Los días son duros en los campos al noroeste de Lagash. Los sembrados se secan y, a la espera de los primeros y todavía lejanos fríos, no hay pasto que augure un buen año. Ahora, tanto tiempo más tarde, el trabajo que hacía brotar los sudores en mi piel se desvanece en la oscuridad que la luna secunda en el f i rmamento. A pesar de ello, en mi tez noto el fulgor ardiente del miedo y la desesperación. La brisa atiende al anhelo de respirar, refrescando y calmando esas ansias que tanto me ahogan. La noche en la intemperie es géli da. Entre las tinieblas me pregunto si llegaré, buscando refugio con mi inquieto mirar ante el celaje que amena za lluvia. Buscar resguardo y pernoctar podría salvarme, ¿pero por qué mandarían los dioses lluvia tras su mensaje? ¿En verdad era cierto todo aquello que había leído? No lo sé, pero he aquí la cuestión, pues tras los calores y la llegada de esos primeros fríos, todo cambió de un modo inconcebible para mí y mi familia.
—Viviréis, viviréis vuestras vidas, aunque esto signifique el fin de la mía —digo en alto, apresurándome tanto como puedo para llegar a mi destino
—En la actualidad—
Yo, el tercero de cuatro hermanos, cinco si contamos al que ya nos dejó, labraba las tierras junto a mi padre mientras Palkha, el mayor de nosotros, y Choden, mi devota y hermosa hermana de diecinueve estíos, fueron a Lagash para vender y comerciar con los pocos productos producidos por nuestras tierras. Los demás, como el grano y los cereales, todavía no estaban listos. En casa, Istar, la más pequeña, con apenas doce años, cuidaba de madre, quien hacía poco había caído enferma, fruto de un profundo dolor y melancolía.
Como nuestra comunidad descansaba apartada de todo, padre dio permiso a mis hermanos para que aquella noche permanecieran en la ciudad y así evitaran los temidos ataques de lobos y asaltantes. Fuese por la furia de los dioses o por convergencias del destino, en esos últimos tiempos la escasez nos azotaba y tanto hombres como animales parecían estar más agresivos de lo normal.
Fue al caer el sol, ante el primer resquicio de una gran luna llena, cuando tres personas se acercaron a nuestros terrenos. Yo, agotado de remover el campo para que respire y así ayudar a una nueva siembra, los veo aproximarse. «No los conozco», pensé buscando con la mirada a padre. Estos, dos hombres curtidos y armados bajo largas túnicas de viaje, escoltaban a una hermosa joven de menor estatura y suave piel terrosa como jamás en mi vida había visto. Tapada con una larga túnica del color del vino, la capucha que cubría su rostro resistía mis fútiles intentos de vislumbrar los ojos sobre aquellos delgados labios pulidos por la mismísima gloria de En-zu. Latiendo mi corazón cual natural melodía retumbando en cultivo agreste, su brillo me cegó ante los últimos visos de una luz que perecía en el regio atardecer.
—¡Padre, padre! —le avisé.
—Sí, lo veo —me contestó al acercarse con ese ade mán de carácter tosco tan suyo—. Ve adentro, ya sabes dónde está la espada. Protege a tu madre y a tu hermana; veamos qué quieren —concluye señalándome el camino sin tan siquiera mirarme. [...]