El escritor
Para ti, mi querida
La vida no es más que un trayecto de luces y sombras repleto de altibajos; y es en ella, en esta inmensidad de preguntas sin resolver, que el periplo se torna tan interesante como abyecto y tedioso. Ahora, tras tanto navegar en el vasto océano del tiempo, qué más puedo decir que: mucho, demasiado en qué pensar me ha dado esta vida.
La soledad, esa gran denostada, es una buena compañía si sabes apreciarla. Pero como casi toda compañía, cansa; agota. Y así estoy yo, cansado y agotado. Junto a ella, la depresión y la tristeza hacen gala de su nefasto y oscuro poder. Las tres juntas resultan una infausta e ingrata compañía.
En la tristeza, es tan solo el momento, el presente y el pasado el que denosta nuestros sentimientos hasta hundirnos en un pozo de pena y en él, surge la incapacidad: la depresión. Entonces es cuando todo se dobla y estremece, haciendo tambalear los cimientos del personaje que eres en tu propia existencia. Y es él, precisamente él, el que te avisa y suplica con un simple “basta”. En ese momento te percatas de que no quieres seguir siendo esa construcción social, que todo el ruido a tu alrededor enmudece y la representación creada languidece ante el peso de la dura realidad.
El silencio imperante ante ello puede llegar a ser realmente brutal, despiadado y ensordecedor. En el momento en el que memoria y recuerdo se tornan en dolor, los días dejan de tener sentido. El anhelo de tiempos pasados, a los que uno es incapaz de volver a acceder y en el que su pérdida y la de todo lo que ello albergaba se convierte en una verdad palpable, resulta hiriente y exasperante. Ahora, aquí sentado y ante lo escrito, escucho el retumbar del trueno que marca el final de esta infausta historia. Y tras ello me digo: necesito un descanso, uno real y profundo, uno eterno.
Mucho he escrito y demasiado correcto a lo largo de mi existencia. De grandes mundos a pequeños relatos y jamás lo hice sobre mi persona. ¿Por qué? Quizás por vergüenza o el fútil concepto hacia un interés real de mi persona. No lo sé, pero hoy y aquí, esto toca a su fin.
¿Resulta curioso, no es así?
¿Y por qué hablo de soledad? Porque al igual que la vida, esta tiene un sentido del humor retorcido y es algo que nunca jamás termina de emanciparse, agarrándose cuál garrapata a tu alma. Y sí, porque muchas veces la he sentido en mis carnes, empoderada en mi interior junto a sus dos fieles lacayos.
Estoy seguro de que muchos me comprenden o pueden hacerlo. En mi caso, y ahora os lo explicaré, todo comenzó ante un abuso reiterado e injustificable, uno personificado en mí, además de la soledad emanada de una sociedad que ha frustrado mis ganas de medrar, aprender y dar lo mejor de uno mismo. Abusones todos. Pero a pesar de su esfuerzo, en especial del primero nombrado, yo seguí realizándome, claro está, a mi manera. Aunque mi obra, al fin y a los ciegos ojos del colectivo social, quedó en plano inexistente. El mundo cada día me parece más absurdo y falto de rumbo.
Ahora puedo decir que le he mirado a los ojos al recio silencio, plantándole cara e incluso debatiendo largas horas con él. El trago es y ha sido duro, de perpetuo fuego ardiente en mis entrañas. Puedo decir que, de algún modo, he dormido también con el diablo de la discordia y la desapacible hiel de la depresión; él me susurraba cada noche al oído. Y de sus ascuas, mi interior volvía a prender. Cuan poderosa es la oscuridad.
En este pequeño y denlo por seguro que mi último libro, daré de mí una autobiografía en la que se pueda entender el peso y calado de mi obra, aunque no pienso hablar de ella, y por supuesto de mi vida. Reflexionaré sobre lo que sé... mientras me dirijo a paso inexorable hacia el gran precipicio.
No les extrañe si divago, pues la vida se compone de infinidad de tintas y tonalidades. No existe solo el blanco y el negro en esta paleta de extensa realidad.
Bien, vamos a ello.
ME PRESENTO
Mi nombre... en realidad carece de importancia alguna, así como todos mis escritos que yacen inhalando y supurando polvo a borbotones, aquí, en las largas filas de estanterías situadas en mi humilde morada.
Verán, déjenme que les explique que, al igual que todos ustedes, yo fui joven una vez. De años hablo, pues como solía decir a los demás, y ahora puedo soltarlo con sorna hacia mi persona, ya soy más viejo que un bosque. Yo era alguien muy alegre, jovial incluso, pero a veces la vida te lleva por derroteros de lo más inesperados. Así que como buen incauto y nefelibato, mis pies solían pisar terreno tan resbaladizo como quebradizo. A decir verdad, sería mejor expresarlo haciendo una comparativa plausible a lo que las arenas movedizas se refieren.
A modo entonces de preámbulo, les otorgaré unas raudas y pequeñas pinceladas de subjetiva sabiduría sobre lo vivido, mi eterna supervivencia ante el hundimiento y lo que, de algún modo, no he sabido ni he solido explicar nunca. A decir verdad, mi vida no ha resultado tan interesante; no como todas esas magníficas historias que Hollywood suele vendernos a todos. No existen musicales ni gaitas, y si las hubiera, de seguro estarían desafinadas. Así afirmo también que mi existencia puede resumirse en un firme compendio de decisiones, algunas malas y otras muy malas... y unas pocas de buenas, realmente buenas. No cambiaría nada de ellas, es lo que ha tocado y ante la resiliencia, mi decisión.
Del romance al drama, ni medio paso aguarda. Por supuesto no falta el erotismo y un sinfín de intenso terror. Pero no ese terror como el ya mencionado de aquellas tan costosas películas, sino el desgarrador pavor del desamparo, del mero hecho de no encontrar cuál se supone que es tu sitio en este desolador páramo plagado y marcado de normas no escritas: la soledad interior en cuanto a lo social.
La frustración ha sido una nota predominante en mi existencia. Puede que incluso la resignación. Infausto mi proceder ha sido, se podría decir. A todo ello me refiero con el transcurso de una vida que, sin querer quejarme en demasía, pues muchos otros sufren lo indecible y jamás verán escritas o impresas sus aflicciones, empezaré a contar desde mi infancia.
De pequeño... vanas reminiscencias me vienen ya a la mente, aun así, la vida fue pasando hasta un primer y amargo recuerdo que me persigue hasta el día de hoy. Siempre he creído que los niños son el enclave perfecto de lo que somos, aquello que Nietzsche decía, ¿no? Deberíamos atender a que esa personita, esa que está en formación y escribiendo en su papel en blanco, en esa novela que es su vida, se empapa de todo lo que le das. Quizás entonces seríamos un poco menos borregos. Pero de eso ya hablaremos.
Debía tener entre seis u ocho años a lo sumo. Yo era más bien un poco introvertido e incluso apático aveces. No me gustaba que me magrearan los colgajos y tenía mucho carácter. Esas navidades había recibido uno de los mejores regalos que he tenido en mi vida: una bicicleta. Era magnífica, aunque pesaba un muerto y no era gran cosa, pero eso lo supe años más tarde. Para mí, aquel pequeño transporte a pedales era lo más magnífico y excelso que había visto en mi corto proceder por este mundo. Bien. Meses más tarde, no recuerdo cuantos, ocurrió el hecho al que me remito en este escrito y el que inundó e inunda mis pensamientos en lo que es la fragua del conato de un trauma irresoluto. Aquel que se escribió con tinta de sangre en mis páginas. Sí, sin duda fue el principio de algo que traumatizaría toda mi existencia.
¿Y de qué se trata este hecho os preguntaréis? Pues bien, aquí va, impacientes.
No recuerdo si era mañana o tarde, aunque sí que fue un fin de semana, puesto que mi padre estaba con nosotros y como él siempre trabajaba mucho, era seguro que todo aquello sucedió, lo más seguro, en un domingo. Ese día fuimos mi madre, mi padre, yo, y puede que mi muy pequeño hermano, no lo recuerdo, al velódromo de la ciudad. Para quiénes no lo sepáis, un velódromo es un circuito cerrado, a diversas alturas, por el que correr con la bicicleta. Y así fue; yo pedaleé con todas mis fuerzas, el viento se sentía increíble en mi cara. Me sentía un dios... pero la realidad me dio de bruces en los morros. Y nunca más bien dicho, permitidme añadir.
En una de las largas rectas, allí fue dónde sucedió todo. Uno de mis pedales se soltó por completo y, de un modo que todavía no logro comprender, todo yo terminé saliendo despedido por delante del manillar. Me deslicé largos metros dejándome toda la piel sobre el asfalto. La sangre brotaba a borbotones y el dolor... en realidad ya ni me acuerdo. Supongo que fue intenso.
Pero ahí viene lo curioso de esta pequeña historieta y lo que en verdad más dolió, arraigándose en mi inconsciente. No hubo memorando alguno en forma de cicatriz; no en el exterior, pero sí en mi interior. De aquello recuerdo escuchar correr a mi padre a gritos de: - ¡Se ha matao! - Preocupado, como es evidente, se acercaba a toda ostia hacia mí en lo que yo me erguía y lloraba. Tras él, mi madre tan solo gritaba un: - ¡La ropa, la ropa!
Aquello fue harto definitorio de lo que vendría más adelante. Mi corazón quedó herido y marcado, así como lo encasillado que ya había sido, por designación impropia e inmerecida, por parte de una madre que demostró con creces, y mucho más ante el paso de los años, una falta de amor, empatía y una desgarradora desidia hacia mi persona. Eso me llevó a descarriar en múltiples ocasiones a lo largo de mi vida y a sentirme incapaz de hacer nada útil ni de ser nadie. Porque, señoras y señores, no nos engañemos; una madre o un padre, por muy madre o padre que sean, no tienen por qué querer a sus hijos. Y en esas me encontré yo.
Una década más tarde, seguramente menos, mis padres se separaron. Me limitaré a no hacer valoraciones ni juicios al respecto sobre ello. En ese momento, eso sí, todo cambió en el sino de nuestra familia, encrudeciéndose todavía más una inquina visceral y maligna hacia mi figura, la del hermano mayor, que quedó vilipendiada y ensuciada por una mujer que comenzó una descarada cruzada contra mí su hijo. Tanto fue así que, incluso la mente de otros fue siendo turbada por sus maliciosas maquinaciones. A día de hoy sigo sin entenderlo. ¡Así es la vida!
También he de añadir, eso sí, que mi actitud callada e introvertida en cuanto a airear mis asuntos y dilemas, le allanó en sobremanera el camino. Se lo puse demasiado fácil. Claro está, nadie en la familia hacía caso y no veía sus embolados, pues quien no quiere ver, básicamente no ve, y los problemas de un adolescente que simplemente estaba en serios apuros por la actitud de su madre, no eran más que típicas desavenencias a sus vendados ojos. Como muchos otros, vamos.
Pero no, la realidad distaba bastante de todo aquello, pues como supe en años posteriores, prácticamente media vida después y tras haber desafiado toda autoridad, eso tenía un nombre: maltrato psicológico.
La dureza con la que todo ello incidió en mi existencia fue tremebunda. ¿Quién pensaría que realmente alguien de tu familia, sangre de tu propia sangre, puede no quererte e incluso odiarte hasta el punto de destrozarte de tal manera? Pues así era. Es complicado de creer y muy duro, mi abuela así me lo expresó tantas veces, pero... ¿Qué se le podía hacer? Seguir, nada más.
En todo ese tiempo, mi vida fue una constante pesadilla, sobre todo en casa. Estudié y me enamoré. El amor vino acompañado de un desolador desengaño que destrozó hasta lo más hondo todo mi ser. Luego, tuve que dejar los estudios gracias a la colaboración inestimable de aquella madre, obligándome con ello a volver a la ciudad y, por ende, a mi casa, con ella, la gran controladora, o como diría Orwell: el gran hermano. La mano del control, cernida siempre sobre mí, me asía con fuerza, oprimiéndome cuál naranja para extraer su jugo y así hacerse un buen zumito mañanero.
Por suerte, al año conseguí volver a estudiar en la universidad de mi tierra. Todo fue bien, o tan bien como se pudo, y como no, al final seguí, como siempre, hacia adelante.
Tras ello, los trabajos no llegaron como se esperaba, y lo poco que entraba, era todo basuras y estafas de empresarios sin escrúpulos. Explotadores y especuladores secundados todos ellos por un gobierno que prefería taparse los ojos ante un flagrante descalabro social, uno que llegó a nombrarse de forma tan acertada y cruenta como: la generación perdida. Sí, allí estaba yo, en medio de todo ello, con tanto estudio y sin oportunidades reales de progresar en la vida. La gracia que me hace; nótese el sarcasmo.
Una vida que no era para mí. Trabajos alienantes y mal pagados; jefes absurdos e hipócritas que creen saberlo todo sin entender nada. Normal que sus empresas jamás progresaran.
La fantástica era de la productividad, aquella estafa alienante en la que la ciudadanía ve como se le escapa, pierde y le roban en detrimento de su tiempo. Hámsteres en una rueda sin fin. Un período intransigente y absurdo en el que te mueves haciendo tus cosas, pasando como puedes, trabajando duro y más duro... y la sensación es que jamás alcanzas la meta que esperas. Ya sabes, aquello del burro y la zanahoria.
Siempre te venden una formación más. Paga. Agranda tu currículo. Ni te dan oportunidades ni sirve de nada. Una hora más de trabajo. Reza para que te la paguen. Y, por supuesto, la lista de Papá Noel; aquella en la que apuntas todo lo que quieres hacer y a la que nunca llegas porque todo te ahoga.
¿Y por qué digo esto? Porque estoy harto de que se ensalce lo que no es. Harto que un concepto pase por encima de todo, viéndose como una deidad... y que realmente sea una burda falacia perpetrada por esos pocos que manejan el cotarro desde arriba. Tenemos derecho a vivir bien, dignamente ante la recompensa de nuestro esmero y valor.
Trabajar, sentir y pensar, sin interiorizar ni poder enfatizar en un deseo personal que evoque al placer del esfuerzo recompensado, eso quiebra y destruye cualquier mente. No somos robots del deber asignado, autómatas destinados a seguir una única orden. Así que no, no le llamemos productividad, sino insatisfacción; pues nunca será suficiente, no tendremos lo necesario y siempre nos faltará tiempo.
En ese contexto, nada me llenaba. Por mucho que lo intentaba, tampoco nadie me daba una oportunidad real con la que “sentirme alguien de provecho”. Y diréis... ¿Por qué las comillas? La respuesta es simple: que la sociedad no valore lo que eres, a pesar de tu gran esfuerzo, no es tu culpa, más bien se debe a una podredumbre institucionalizada en un marco de abyecta ceguera social. Una putridez que persiste incansable las arremetidas de todas aquellas generaciones en las que prácticamente nadie es feliz con lo que hace, a excepción de los “hijos de” o “amiguitos de”, pues ellos suelen vivir bien. Y repito, esa vida no era para mí.
Recuerdo bien esa época, esa en la que ya has crecido y todo debe estar establecido por su orden correcto. La lista de la compra social que le digo yo; borreguismo en estado puro. Todo el mundo te pregunta si acabaste la universidad, si vas a casarte, lo harás o lo has hecho, si tienes casa o niños... y tras tantos síes, muchos noes. ¿Debería de haber hecho todo esto? Pues macho, todavía me queda un huevo y ya hace tiempo planté canas.
Así que todos te cuestionan por no ir a la deriva a la que la sociedad se dirige, eso sí, todos juntitos y revueltos; faltaría más. Muchas preguntas y juicios ociosos pero lo más gracioso del asunto, y nótese la ironía, es que nadie te pregunta si realmente eres feliz. Tan simple y llano.
Todo transcurrió hasta una decisión que cambió mi mundo. A pesar de no tener trabajo, el cual perdí y suerte doy por ello, decidí salir de esa eterna vorágine de tortura que era mi vida. Tras dejar la relación con otra de mis parejas y perder la fe en lo que a los estudios se refiere, decidí mudarme de casa, abandonar las garras de la controladora.
Añadiré que en cuanto a los estudios, me mudé durante un año a una gran ciudad y fui estafado con un máster que para nada me dejaron terminar. A fe digo que, a día de hoy, mi rabia con todo aquello no ha cesado. La lacra de la formación actual. En fin... si algo aprendí es que hemos llegado a un mercantilismo tal que ya hasta la educación es una maldita estafa encubierta. Pero bien, eso ya es harina de otro costal. [...]